
En los andurriales de un pueblo sin nombre saliendo por el camino a la plaza uno veía un molino. Era la arquitectura perfecta del ladrón en que uno se había convertido. Lanzó una moneda y otra más y pidió doscientos deseos. De las profundidades del molino surgieron las voces: ¡Calla, por favor, y deja de lanzar cosas sobre mi cabeza! .